sábado, 18 de julio de 2015

TRADICIONES DE TOCAlMA.



Hay en toda ruina un encanto misterioso que deleita al hombre más que las sublimes bellezas de la creación ó la suntuosidad de las obras humanas cuando están en todo su esplendor; encanto que le hace abandonar las ciudades modernas adornadas de soberbios monumentos, para ir a contemplar las ruinas de Palmira y los desiertos donde estuvieron situadas Nínive y Babilonia; por el cual prefiere al bullicio y la alegría de París el silencio pavoroso del Coliseo Romano; y que puebla de viajeros el Oriente para buscar las reliquias que á su paso dejaron los Faraones, la India para visitar las magníficas pagodas, y la América, no para contemplar su cielo hermoso y su vegetación gigantesca, sino en busca de las ruinas que pueblos desconocidos, en edades ignoradas, dejaron en Chiapas y el Palenque.

Y este amor inexplicable á lo pasado, le hace buscar con ansiedad las tradiciones históricas, exigir de la esfinge la revelación de su eterno secreto, arrancar á los sepulcros la historia de los que allí reposan, ó adivinar el misterioso sentido de los geroglíficos: desarrollar los quemados pergaminos de Herculano de Pompeya, conocer las costumbres de dos pueblos que murieron el mismo día y á la misma hora; y buscar de toda nación, de todo lugar las tradiciones, llenas siempre de fábulas y de hechos que al través de los siglos toman un carácter maravilloso, como tomaron para los griegos los de sus primeros pobladores, llegando hasta hacerlos dioses a quienes rendían adoración.

¿Quién al contemplar los rotos chapiteles de un templo abandonado no siente el alma absorta por un secreto estupor y el espíritu entregado á la contemplación? ¿Quién no siente profunda melancolía al ver les despojos que ha dejado el tiempo de un esplendor pasado, de una grandeza que ya concluyó? ¿Quién no goza al escuchar las viejas tradiciones, transmitidas de boca en boca, sobre la historia de los abuelos de nuestros padres, sobre los fundadores de nuestras ciudades? Y cuando el tiempo ó alguna catástrofe ha hecho caer un pueblo, ¿quién no desea saber por quiénes fue habitado y cuál la causa de su destrucción? Todo cuanto la poesía tiene de sueños, de horrores, de funesto, se agolpa entonces á la imaginación, puebla esas ruinas, anima á los que hace siglos descansan bajo la tierra, y levanta con su vara mágica otra vez esa ciudad y le da de nuevo movimiento, vida, pasiones y virtudes, hasta que la acompaña á caer en la catástrofe que la derribó, al través de los siglos.

Cuando el hacha civilizadora de mi hermano abatía las montañas seculares del Peñón, para convertirlas en prados artificiales y entregar así estas regiones á la industria y á la civilización, se encontraron las ruinas de un pueblo, y todavía se ven los pisos enlosados de las habitaciones y los empedrados de las calles.

Este pueblo era la antigua ciudad de Tocaima; la tradición refería así la historia de la ruina de aquel pueblo:

Gonzalo Jiménez de Quesada, después de su famosa conquista del reino de los Chibchas y de haber fundado la ciudad de Santafé, lleno de riquezas pero acometido por una enfermedad desconocida para los moradores del Nuevo Mundo, pensó regresar a España, y dispuso que en el puerto de Guataquí se preparasen los bergantines necesarios para una expedición que, además de él, Belalcázar,  Fredeman y los muchos españoles que volvían a su patria, se componía de naturales que llevaba como esclavos; de las inmensas riquezas que a él y a sus compañeros correspondían; de los quintos del Rey religiosamente custodiados; de infinidad de animales, como papagallos y monos, llevados como raros para sorprender a la Península y, en fin, de las provisiones necesarias para bajar el desierto Magdalena poblado de enfermedades y lleno de tigres, mosquitos y serpientes, contra todo lo cual era preciso prevenirse.

Largos meses gastaron en la construcción de los bergantines, y cuando ya estuvieron concluidos, se dispuso Quesada a partir para Guataquí con el inmenso tren de tiendas de campaña y equipajes al través de las selvas de Tena, que, desde la caída de la altiplanicie hasta el Magdalena, no eran interrumpidas sino por la llanura de La Mesa, en donde hizo una larga mansión, buscando indios que á la espalda condujeran los equipajes; porque todos los de la sabana se le fugaron en la noche que llegó allí, temerosos de ser conducidos como esclavos a España, o por no internarse en las regiones hasta entonces para ellos desconocidas, que eran habitadas por los Panches, sus mortales enemigos.

Atravesando la elevada cordillera que separa este valle, descendió por la orilla del Pití o Bogotá y llegó a un punto en donde creyó que era preciso atravesarlo y no dando vado, obligó a los viajeros a construir, al estilo de los indígenas, una tosca canoa del tronco de uno de los enormes árboles que crecían a las orillas; y así empezaron a pasar el variado cargamento, con tanta lentitud, que emplearon muchos días.

Quesada, que había pasado primero, atormentado por su enfermedad y hostigado por el calor, quería tomar unos baños, y no atreviéndose a hacerlo en el río, porque la experiencia le había enseñado que las aguas de los ríos crecidos eran siempre funestas, guiado por algunos naturales, se dirigió a un pequeño riachuelo, que corría cristalino por en medio de ambuques y guayacanes, y que era conocido con el nombre de "Catarnica." ¡Admirable fuente! su piel empezó a suavizarse, los dolores cesaron, los miembros parecían adquirir nueva agilidad a cada baño, las fuerzas y la salud se presentaban de nuevo al gran capitán a ofrecerle una larga y tranquila vida. Quesada, que llevaba en el corazón el corredor tormento de verse atacado de esa enfermedad funesta, que sabía que era incurable, y que lo iba a proscribir de la sociedad en el momento en que tenía nombre y porvenir, gloria y riquezas, lleno de júbilo, creyó haber encontrado la fuente de la vida que Ponce de León buscaría más tarde inútilmente en los bosques de la Florida, y determinó fundar una ciudad a la orilla del riachuelo milagroso.

Estaba en este proyecto, cuando una noche su improvisada cabaña de hojas de palmera fue acometida por un sin número de indios que bajaban de la cordillera occidental, y hubiera perecido si, valiente y acostumbrado a los peligros, no se hubiese hecho campo con su formidable espada por en medio de los indios, que a sus golpes cedían, como la cebada se abre y da campo al paso del segador, hasta que llegó a donde estaban los suyos, que en el acto se armaron y rechazaron el ataque con el denuedo y la bizarría que eran comunes en aquellos tiempos y en aquellos hombres.

El combate duró hasta que salió el sol; y entonces la chusma de los indios huyó dejando muchos muertos y gran número de prisioneros en manos de los españoles.
Entre aquellos había caído la reina de los indios, llamada Guacaná, hija del cacique Tocaima, de ágiles miembros, de formas duras y no deformes facciones pero que se pintaba, según creían los españoles, con un color azulado que hacía visos.

Esta mujer, como sucedió muy frecuentemente durante la Conquista, después de prisionera y esclava, se apasionó de uno de los españoles y fue de grande utilidad para Quesada. Ella le aconsejó que no situase la ciudad en la orilla occidental del río, porque estaba expuesta a las invasiones de infinidad de pueblos que vivían en Copó, Lutaima y toda la cordillera, sino en la oriental, pues así estaba resguardada por el río, al que los indígenas tenían miedo; y trajo su tribu a situarse en la margen del río.

Grande fue la sorpresa de los españoles al notar que no sólo la reina, sino la mayor parte de los indios, tenía ese mismo color con diversos matices, color que era natural y se llamaba carate; teniéndose por hermosas las mujeres cuanto más brillante era este barniz y más escamosa la piel; y que para una madre era una verdadera desgracia el que sus hijas llegasen a cierta edad con la cutis despejada y tersa.

Por largo tiempo hubiera querido permanecer allí Quesada; pero negocios de la mayor importancia lo llamaban con urgencia a la Corte, para donde partió, dejándole por regalo de despedida a Guacaná, que ya había sido bautizada, dos cerdos de los que Fedremán había traído atravesando los llanos, hasta encontrarse con Gonzalo en Santafé; y tuvo que marchar á España sin fundar la ciudad.

Poco tiempo después el Adelantado del Nuevo Reino de Granada, Don Alonso Luís de Luque, pensando en el descubrimiento de las afamadas minas de Neiva y en la conquista de los Panches, dispuso su fundación, para la que comisionó al Capitán Hernán Venegas Carrillo, caballero cordobés.
Los españoles eran valientes como crueles, religiosos y devotos, y sus conquistas fueron una serie de hazañas, de proezas y actos heroicos ejecutados por la más sórdida codicia o el más sincero celo por la fe cristiana, y sus obras llevan por todas partes el sello de la religión y la intervención del cielo.

El día 13 de Abril de 1544, Hernán Carrillo, vestido de grande uniforme y después de haber oído la misa cantada, que debajo de los cauchos de Portillo dijeron los Capellanes Antonio de la Peña y Lope de Acuña, erigió la nueva ciudad de San Jacinto de Tocaima; y nombró por primeros alcaldes a Juan de Salinas y a Diego Hinestrosa, y por regidores a Miguel de Gamboa, Juan Ortiz y Juan de Corros; alguacil mayor a Miguel de Oviedo, y escribano a Miguel de Morales, siendo primer cura el padre Fray Andrés Méndez de los Ríos.

Después la ciudad de Tocaima lucía a la orilla del Bogotá, alegre como un pueblo oriental, y brillaban a los rayos del sol los techos de sus casas de teja, de una iglesia mayor, de dos capillas y del convento de dominicanos. Había obtenido el título de noble y un escudo de armas, que era un águila de dos cabezas sobre fondo azul y un río que dividía el escudo por mitad. Habían establecido allí la muy ilustre orden de caballeros de San Jacinto, y era la residencia de todos los españoles viejos y achacosos, que no podían soportar el riguroso frío de Tunja ó de Santafé, y de otros que habían adquirido esa enfermedad que la América encerraba en su seno, y que los españoles recibieron como castigo de sus iniquidades, transmitiéndola después a los franceses, cuyo nombre tomó y que se perpetúa de generación en generación.


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